
December 25, 2022

Gabriela Tierra
Todo a mi alrededor es negro, solo negro. Negro y más negro. ¿Negro? Sí, Dios mío, negro.
—Señor, ¿café negro?
Yo intenté decirle a la mesera que no. ¡Te lo juro!
Dios te salve María…
Llena-eres-de-gracia…
¿María? ¿Por qué a María? ¡A mis hijos, cabrón! Salva a mis hijos. Yo hice lo que pude.
Dios, yo…
Hice lo que pude.
Revisé el combustible tres veces. ¡Tres veces! ¿Cuántas más lo debí de haber hecho? Por favor, te lo pido. No sé qué hacer y tengo miedo.
Yo no quería mirar ese café tan oscuro, igual a mi macabro destino. Pero atraía mis pupilas como cuando se nos prohíbe algo y preferimos correr detrás, igual a curiosos perritos. Y lo miré. Miré el oscuro líquido. Me transmitió toda su sombra aquella mañana, pero yo no quise hacer caso a ese instinto premonitorio de un fatal desenlace. Seguí al conejo blanco. Ahora, caigo y caigo a la velocidad de la luz. Pero aquí no hay luz, ¿entonces? No importa. Me encuentro dentro de la conejera y está oscuro. Negro es mi alrededor y me siento ciego.
Así hiciste con Judas, y ahora lo haces conmigo. Dios… Los traicioné. Los maté. ¡Escúchame! ¡Yo los maté! ¿Y qué harás al respecto?
Yo…
Trabajé durante diez años sin cesar para tener el modelo con el compartimento especial para niños. El valor ascendía al doble del resto de aparatos, pero el flujo de oxígeno, en esta área, era constante durante todo el viaje. El gobierno ofreció pasajes más baratos para quienes no pudieran comprar su propia nave, sin embargo, al igual que el transporte público de los 2000, los cohetes dispuestos por las autoridades gemían y temblaban al encender el motor. No, no iba a llevar a mis hijos en una de esas carcachas. Y, menos aún, a Marte. Compré el aparato una tarde de otoño, cuando los comercios ofrecen descuentos por la época navideña.
—Señor Manriquez, pase. ¿Qué puedo hacer por usted?
—Jefe, quisiera pedirle un día personal. Voy a aprovechar la semana de ofertas. Ya sabe, por la mudanza a Marte. Luego, iré a guardarla en mi casa de Cuernavaca.
—¡No me diga! ¿Hasta allá?
—Sí. Será una sorpresa de navidad para mi familia. Ya ve que nos vamos a celebrar fuera.
El cohete era semejante a una cápsula de antibiótico. Bordes redondeados, se abría por la mitad permitiendo la entrada de los pasajeros. El metal refulgente que bañaba el exterior era como un espejo de mercurio. Pues esa era precisamente su función. Reflejar la luz de algún astro cercano para ser localizarla más rápido en caso de requerir apoyo durante su trayecto. Esa característica puesta para salvar, más tarde se volvería en nuestra contra provocando la muerte de mi familia.
—Claro, señor. Mire el recubrimiento de aluminio pulido, hace que refleje la más mínima lucecita. Literal los verán hasta el espacio. Ja, ja, ja.
—Eh, sí. Oiga, pero la cápsula de niños…
—Ah, sí. Aquí la tiene. ¡Tarán!
El entusiasta vendedor apretó un botoncito rojo en el tablero de los controles y se levantó, en el interior de la cápsula, una puerta metálica. Dentro, había cuatro asientos infantiles. Su altura iba de mi talón a la mitad del muslo. Deduje que el tamaño era de unos cuarenta centímetros. Casi diminutos.
—Dios no lo quiera, ¿eh? Tocamos madera, tac tac. ¡Ja, ja, ja! Pero el compartimento de menores se puede separar del resto del cohete, apretando el botón de al lado; el azul. Ya sabe, por si acaso. Y sigue manteniendo el flujo de oxígeno gracias a los tanques adicionales integrados.
Lo apretó. Y se escuchó un tronido, luego un silbido y se separó la puertecita metálica del interior. Era como cortarle el último tercio a la cápsula. Unos brazos de robot emergieron por debajo y tomaron la sección de niños, para luego, soltarla.
—¿Qué le parece, jefe? ¿No es una chulada? Nenes protegidos, papás felices. Y ahora con el cuarenta por ciento de descuento…
—Sí. Pues, véndamela.
—Excelente producto se lleva, ¿eh? Y yo, una fantástica comisión gracias a usted. El modelo Infantita es el que más nos deja dinerito por la venta. Por esta característica tan peculiar. Y más vale. Uno como quiera, pero las criaturas…
Claro. Las criaturas. No me quedaron muchas opciones. Los gobiernos mundiales indicaron que Marte ya era apto para mudarnos allá. Tenía que hacerlo o ¿tú qué opinas, Dios? Cuando llegué a casa aquella noche, Raquel estaba especialmente contenta. Cocinó un platillo especial. Dormimos a los niños y cenamos, ella y yo, bajo la luz de las velas. Pensé que aquello era un buen presagio. Me sentí tranquilo y feliz por haber comprado el cohete más seguro para familias con hijos. Sin embargo, esa misma noche soñé. Me encontraba sentado en medio de la nada en una silla invisible. Sentí el corazón con su ritmo habitual y mis ojos cerrados. De pronto, un brazo gigante lleno de pelo de gorila salió de entre la oscuridad; me tapó la nariz y la boca. Era obvio su afán de asfixiarme. Los párpados se me abrieron tanto que mis ojos salieron de sus cuencas. Y…
—Mi amor, despierta. Tienes reflujo, ¿verdad? No debí haberte dado esa carne para cenar. Dijo Raquel con una voz triste.
—Tranquila, amor. Voy a tomar una pastilla.
Pero la cena no era la causante de mi asfixia. De hecho, a esa hora de la madrugada, ya sentía hambre. Más bien, fue el primer aviso de que algo andaba mal con el viaje, pero no quise escuchar.
Finalmente llegó Navidad y, como cada año, viajamos a Cuernavaca para celebrar allá. Se avecinaba nuestra última cena en México. La noche siguiente, partiríamos rumbo a un nuevo destino.
Los niños y Raquel se pusieron felices cuando les di la sorpresa. Toda la noche se la pasaron dentro del cohete llenos de ansias por comenzar de nuevo, por tener otra vida en otro planeta.
A la mañana siguiente partimos. Verifiqué tres veces el combustible para el viaje. La ventaja de mi cohete es la de tener un mapa integrado donde se coloca la localidad a donde uno va y el aparato se encamina directamente; a menos, claro está, que suceda una tragedia. Antes de salir de la Tierra, fui a la cafetería de la esquina. Necesitaba un momento a solas para pensar. Cuando la mesera me sirvió ese negro café, yo sentí que el corazón se me encogió. No quería irme. ¿Pero cómo explicárselo a los niños? Mis hijos ya no tenían con quién jugar, toda la colonia se había mudado a Marte; la escuela estaba próxima a cerrar también. Todos se estaban yendo. Traté de terminar el café lo más rápido posible. Pagué y me fui.
Durante el viaje caí, sin quererlo, en un profundo sueño. Nuevas imágenes oníricas invadieron mi mente. Visualicé un puntito blanco y traté de acercarme, tocarlo y aferrarme a él. Me ahogaba o, al menos, así lo sentí. Pero una fuerza interna me impulsó a tocar la luz blanca.
A punto…
Ya casi…
Sí. Es-ti-ré-la-ma-no.
El punto blanco se me deshizo entre los dedos en forma de rayo iridiscente, al mismo tiempo me repelió como un gran magneto. Salí disparado al otro extremo. Fuí expulsado tan intensamente, que mi alma perdió su cuerpo. Y pude observarme desde afuera; a mis ojos desorbitados de terror y mis labios torcidos por el esfuerzo de aferrarme a aquella estrella nívea.
Cuando logré despertar, me percaté de los bajos niveles de oxígeno en la nave.
El material refulgente de la superficie del cohete reflejó la luz de una estrella cercana, provocando que nos descarriláramos de nuestra ruta. Este efecto se conoce como dispersión de la radiación. Logré despertar de mi somnolencia, pero ya era demasiado tarde. No llegaríamos al destino programado. Me levanté con mucho esfuerzo, una terrible jaqueca y náuseas. Además, no logré enfocar los objetos. Raquel yacía a mi lado con los ojos cerrados; traté de moverla, pero no respondió. Supuse que fue víctima del mismo fenómeno. Luego, fui a la parte trasera para ver a los niños. Tal cual me dijo el vendedor, la nave priorizó el combustible remanente para suministrar oxígeno a la cámara infantil y tratar de retornar a la ruta original.
¿Qué debí de haber hecho, Dios? ¿Dejar a mis hijos, solos, esperando una muerte lenta mientras el oxígeno se les terminaba? Yo quería dejarme morir, era lo mejor y lo más fácil. Pero no podía abandonarlos a su suerte en medio de un agujero infinito. ¡Dios, actué como tú! Tú sabes lo que significa dejar morir a tu hijo. Conoces mis sentimientos. ¿Acaso no merezco tu perdón?
Restringí el flujo de oxígeno a la cámara de menores.
Tal vez, si ahorraba gasolina…
Tal vez, llegaríamos a tiempo…
Cinco minutos después de restringir el alto flujo de aquel oro gaseoso, los niños empezaron a convulsionar. Se me erizaron los cabellos y di arcadas violentas que no lograron expulsar nada de mi estómago, pues llevaba horas sin ingerir alimento. Desprendí el compartimento infantil de la nave para intentar aligerar el peso. Las esperanzas estaban perdidas. Corrí hacia Raquel. El asco y el miedo por lo que hice, doblegaron mi espíritu. La sacudí con fuerzas.
—Raquel, contéstame. ¡Maté a los niños! ¡Dime qué hacer! No me dejes solo.
ENTENDÍ esta expresión de eterna paz en el rostro de Raquel. Estaba muerta. Traté de recuperar lo perdido. Le quité el cinturón de seguridad, la abracé, le moví la cabeza. ¡Responde!, le grité. Una furia desesperada me invadió y la golpeé con todas mis fuerzas. No podía abandonarme en ese momento. Qué clase de persona que te ama se deja morir así tan fácil.
Ahora, al lado del lívido cuerpo de mi esposa, me encuentro en medio de la nada. Espero paciente mi final…
—Aquí, nave Aurora 300. Llamando a nave Infantita. ¿Me escucha?