
December 24, 2022

Gabriela Tierra
La cerda ya estaba cargada y muy pronto pariría. Ellos esperaban que la camada fuera de varios, mínimo, de unos siete cerditos. Era uno de esos meses en donde el viento sopla fuerte y frío, como queriendo barrer toda la basura acumulada durante la temporada de hibernación. Aquel aliento disipó las nubes, sembró la tierra y, por fin, salió el sol.
—Está muy rosado. Casi rojo.
—Ya vi.
—¿Tendrá calor o nació enfermo?
—Apenas tiene un minuto de vida, no puede estar sofocado por calor.
—Quién sabe, además, ellos no pueden sudar. ¿Y si explota?
—Ya deja de decir tonterías.
El recién nacido solo vio dos círculos; medio grises, medio negros y medio deformes. Estos contenían otros dos más pequeños que se abrían y se cerraban cada tanto. Más tarde comprendió que correspondían a las cabezas y los ojos de dos seres que lo alimentaban. Se acostumbró a su presencia. De hecho, creyó que era como ellos; tal vez eran su familia. Los días pasaron y disfrutaba de todo tipo de manjares: trigo, maíz, papa, granos. Pero había algo, en especial, que le parecía delicioso. Era esponjoso, fácil de masticar y dejaba salir, al triturarlo, una esencia líquida que estimularía a cualquier papila inexperta. Creció rápido y fuerte. Las patas lo sostenían mucho mejor. Y pudo comenzar a explorar aquel lugar por sí solo, un día en que no estaban cerca aquellos ojos vigilantes. El sol de medio día abrasó su ya muy roja cara. Parecía como si al lechón se le hubiera salido una manzana de cada lado del hocico. Pisó el pasto por vez primera y su frescura lo invitó a echarse bocarriba. Quiso oler de cerca y las hierbas le picaron la nariz. Un impulso de saltar y recorrer completa aquella fresca alfombra lo sacudió, y echó a correr tan rápido como las cortas patas le permitieron. Qué efectivas son, se sorprendió. Hasta ese día no había tenido oportunidad de ver todo lo que era capaz de lograr. Llegó a una parte del terreno donde se levantaba una construcción a modo de cuarto. Se detuvo. La entrada era del mismo color de los ojos de sus cuidadores. Lo recordó inmediatamente. Y el corazón le latió fuerte, muy fuerte, más fuerte incluso que cuando corrió de alegría por aquel cerco con forma cuadrado. Permaneció un rato observando el misterioso acceso. Era como un gran ojo negro. Pero ¿por qué temer?, pensó. Su familia le había parecido igual de confusa cuando los vio luego de nacer y, más tarde, comprendió que estaban ahí para cuidarlo, atenderlo. Se dio la vuelta y se alejó. Continuó el paseo por la alfombra herbal de color esmeralda; con sus pisadas hacía crujir los pastos, y exprimían un olor que no pudo describir, pero, el cual, le hizo comprender el significado de limpieza y nuevos comienzos. Los narcisos floreaban aquí y allá; como tímidas perlas que solo se revelan ante las miradas merecedoras. De pronto, la armonía de aquel pasto coronado por flores se rompió. Llegó a un lodazal. ¿Quién querría colocar algo así en medio de tanta perfección? Se acercó muy despacio. Y con toda cautela, estiró hacia delante la pezuña para averiguar qué cosa era aquel charco; mientras su cola, como una antena, se irguió detectando el peligro inminente. Si hubiera tenido la oportunidad de conocer un poco más aquel mundo, se hubiera percatado de su comportamiento, igual al de un supermán novato; con la pata delantera aventurándose hacia el misterio, mientras la trasera como un palo clavado hondo en la tierra, negada a dar un paso más. Tal vez fue por cuestiones de gravedad, por falta de equilibrio, por aventuroso, nadie sabe, pero tocó aquel lodo. Y, dioses, qué placer. Se preguntó por qué lo habrían retenido tanto tiempo dentro de una pequeña caja, impidiéndole sumergir su cuerpo en aquel pedazo fangoso y refrescante. Se revolcó y se revolcó. Pero los ojos de los cuidadores aparecieron frente a él. Lo levantaron, lo enjuagaron con agua y lo metieron a su corral.
—Come, ándale.
Colocaron, como todos los días, muchas semillas y mazorca acompañadas de un trozo de su ingrediente favorito.
—Nemesio, fíjate que esté cerrado el seguro. Ya se salió y apenitas alcancé a agarrarlo. Ya te dije que hay que estar pendientes. Esa puerca inútil no sé por qué solo tuvo uno, y si le pasa algo…
—Ajá.
—¡Nemesio, te estoy hablando!
—Que sí. Ya te oí.
—Pues contesta fuerte. Solo tú te oyes.
Viejas, pensó el granjero.
Pasaron los días y el lechón no se dio por vencido, ya no quería estar en aquel corral. Aprendió a quitar el seguro. Se metía a la casa de los granjeros y recorría todos sus pasillos. Ya agotado, salía al lodo a refrescarse. Luego, lo encerraban de nuevo en el corral. Una tarde, escapó de aquella jaula, y alcanzó a ver que el granjero entró al oscuro cuarto. Se acercó de forma sigilosa y escuchó un horroroso sonido. Eran los chillidos de algún alma siendo separada, por la fuerza, de su piel. Pero el lechón no lo sabía. ¿Cómo podría saberlo? Era pequeño y su vida había transcurrido dentro de una caja que lo aislaba de todos. Pero, lo que sí sabía, era que acercarse a ese lugar obligaba a su corazón a casi saltar fuera de su caja ósea; tenía algo que no era placentero.
Permaneció días sin salir de su corral. Vio con malos ojos a los granjeros. ¿Y si no son mi familia? ¿Serán malos? Debía averiguarlo.
Días más tarde, los granjeros salieron a la ciudad, que quedaba a tres horas de distancia en auto, para hacer compras. Con la sensación de un tabique atorado en la panza, quitó el seguro del corral, y salió. Estaba tan nervioso que ignoró las placenteras sensaciones que le provocaba el pasto, el aroma de las gardenias al pasar y la tierra mojada. Sin dar rodeos, entró. Sus ojos tardaron unos segundos en acostumbrarse a la oscuridad. El sitio estaba lleno de cercas de aproximadamente metro y medio de largo y ancho. Dentro de este, se encontraban muchos cerdos. Pasó enfrente de cada corral y ninguno de los prisioneros levantó siquiera la mirada. Tal vez, ni se percataron de la presencia del lechón. Restos de paja humedecida por un líquido oscuro y viscoso, se pegaban a sus pezuñas. Y le vinieron a la cabeza, en millonésimas de segundo, las imágenes del tenebroso vacío de los ojos negros de los granjeros, el color chapopote del lodazal y la oscuridad, del mismo tono, del cuarto donde estaba parado. Después del corto tiempo que tardó en recorrer el criadero, comprendió a qué sabía y se sentía el color negro. Frente a él, trozos de carne de cerdos, partidos por la mitad, chorreaban sangre, colgados de ganchos a cada lado de la entrada del encerradero, como atalayas resguardando un arca secreta. Sí, esa carne era igual a la de los cerdos prisioneros y reconoció en ella aquel manjar con el que los granjeros lo alimentaban cada día. De forma instintiva miró su pezuña y, en ese momento, supo que él era igual a todos esos seres. Sin embargo, se dio cuenta de que, a diferencia de él, estos se comportaban más bien como trozos de carne viviente, esperando el momento de ser consumidos por él o por alguien más. Quería averiguar el secreto guardado en silencio por los de su misma especie. Se acercó a uno de los miserables.
—¿Sabe usted quién es mi mamá?
Un ojo negro, como si fuera de una máquina, se movió de forma mecánica y lo miró. Una inmensa falta de sentido se asomó entre los hilos de aquella retina. Luego, el animal bajó otra vez la mirada al piso. Una puñalada de verdad, que casi lo hizo vomitar, lo obligó a comprender que aquel manjar con el que creció fuerte no era otra cosa que la carne de su propia madre. Los granjeros no eran su familia. Los granjeros son asesinos, dijo. Son unos cerdos. Luego de aquella revelación casi divina, Nemesio y Florinda no tardaron en llegar a casa. Vieron al lechón fuera de su corral, lo enjuagaron como era costumbre y lo encerraron lejos de aquel crisol infernal.
Tuvo muchos días para pensar en lo que había visto. Entendió que los espantosos chillidos pertenecían a los muertos y que su destino pintaba igual. Qué tonto soy, dijo para sus adentros. ¿Qué podía esperar de las intenciones de aquel par de ojos negros que me vigilaban todo el día? ¿Cuál sería la siguiente fase en mi vida? ¿Convertirme en un cerdo famoso en París? Tonto, tonto, tonto. Dejó de comer. Las náuseas lo invadían diariamente.
—Ese puerco ya no come, Nemesio.
—Ya lo voy a matar antes de que se nos muera de quién sabe qué cosa.
Cuando el granjero fue a buscarlo y lo tomó entre sus brazos, el lechón supo que eran los últimos minutos de su corto recorrido por la Tierra. Y dijo para sus adentros: “Tal vez si no chillas, los demás aprendan. No tiene sentido pedir ayuda, nadie te la dará. Y a lo mejor es mejor así. Si no te conocen, entonces no lloran por ti. Desapareces como una callada partícula de polvo que, un día, visitó este planeta”. Átropos cortó el hilo de su vida y no emitió ningún chillido.
Nada cambió por un tiempo, hasta que un día, Nemesio tuvo un dolor en el pecho que lo dejó sin respiración. La silla que había tomado para poder apaciguarse, se rompió luego de que dejara caer su peso en ella. Todo pasó como un rayo fugaz. Entró de urgencia a una sala quirúrgica, toda iluminada y de color blanco. El procedimiento era complicado de realizar. Los médicos abrieron la carne de Nemesio en canal, pasando por la mitad del tórax. Con un separador metálico que se ancló a los tejidos, como dientes de sierra, abrieron las costillas del granjero y sacaron su corazón. Hicieron cortes, puentes; descargaron choques eléctricos. Pero el sonido de los aparatos hospitalarios acompañado de la línea isoeléctrica que indicaba ausencia de latido cardíaco, anunciaron la muerte del hombre. Los cirujanos procedieron a cerrar el cuerpo. Encima de la mesa de operaciones, se miró un costal, de carne y huesos, remendado con gruesos hilos de sutura de color negro.
Florinda fue informada de la hora del fallecimiento de su esposo. El diagnóstico de defunción era: “Infarto Agudo al miocardio y obesidad mórbida”.
—Lo siento, señora. Hicimos todo lo que pudimos, pero su esposo ya tenía mucho daño en sus arterias y su corazón por el exceso de peso.
Florinda dejó escapar gemidos iguales a los de aquellos seres miserables que sacrificaba su esposo. Ese día la muerte los alcanzó a todos. Ella supo que tendría el mismo destino que su marido. Vendió su granja y se fue a vivir a un pueblo más pequeño. Compró un cuartito donde ahora cocina diariamente su respectiva porción de carne de cerdo. Y espera la hora en que uno de esos trozos le obstruya la sangre al corazón.
Hoy, la granja se nota igual de verde y esplendorosa. Muy pronto las hojas de los árboles se pintarán de ocre. Son los últimos meses para engordar a los cerdos, la mayor venta de la carne se realiza durante los días de Navidad. Dentro de la casa, habita otro hombre pelirrojo, con barba abundante y con una panza del tamaño del diámetro terrestre. Se dirige hacia la salida de la casa. Cada paso que da hace crujir las tablas del piso. Baja jadeante las escaleras igual que un competidor de maratones terminando su recorrido. Camina lentamente, rogando a cada pierna que se esfuerce por sostener el peso de su existencia. Se dirige al cuarto oscuro.
A lo lejos, el viento repite el eco de unos chillidos desgarradores.