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December 24, 2022

Ana tiene ladillas

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Pablo Majareta

            —No entiendo cómo llegaron a mí, doctor. Se lo juro. Soy una mujer bastante limpia. Sé que existen prejuicios hacia la gente del campo, pero créame, este no es el caso. Me aseo una o incluso dos veces al día, según el calor que haga. Cambio mis sábanas con frecuencia, me hago baños desinfectantes una vez por semana y en cuanto veo una mota de polvo volando por la casa, pongo a limpiar a mis muchachas cada rincón. Mis amigas me dicen que soy una mujer compulsiva, y estoy completamente de acuerdo. No encuentro una explicación lógica más allá de la brujería. Hay mucha envidia aquí en el pueblo. No me cabe la menor duda de que alguien sea capaz de gastar su dinero con tal de verlo a uno arruinarse la vida.

            —Bueno, no quiero ser insistente pero, según la literatura médica, solo existen dos formas de contagio: el contacto sexual, o el roce con alguna tela recién usada por otro huésped. Y dado los hábitos que usted dice tener, la segunda opción queda descartada. Me parece, entonces, que sólo hay una vía posible...

            —¿Qué está insinuando usted, doctor? ¿Sabe que la única contagiada soy yo, y no mi marido? Si esto fuera secundario a una infidelidad, ya estaríamos ambos infectados desde hace mucho tiempo. Además, soy una mujer católica con principios morales; incapaz de cometer adulterio. Se me caería la cara de vergüenza para pedir ayuda en semejante situación.

            —Perdón por la insistencia, señorita Ana.

            —Señora, para usted.

            —Señora. Pero es que la medicina es clara en estos casos. No hay más opciones. Y no quiero ser entrometido, pero ¿está segura de que su esposo no lo contrajo también?

            —Ya le dije que es imposible, doctor. ¿Acaso no me escucha? Mi marido está sano. Además, con eso de que ya tiene que usar pañal de adulto por las noches ¿cree, usted, que va a andar buscándose a otra mujer por ahí? Esto sólo se lo cuento gracias a su indiscreción, a la que llama "historial clínico".  Pero ya le dije que fue brujería. Y lamentablemente no hay limpias para esto, sino tenga por seguro que yo ya me hubiera hecho una, en vez de estar pagando miles de pesos por exponerme frente a un doctor como usted. Así que dígame ¿me va a ayudar o mejor me retiro?


            Ana salió del consultorio con una receta entre sus manos y la ocultó inmediatamente en su bolsa. Se colocó unas gafas, un cubrebocas y recogió su cabello debajo de un gran sombrero. Como quien intenta ocultarse de las miradas ajenas. Se acercó a la farmacia, que estaba justo al lado del consultorio, para comprar el medicamento recetado por el médico. Una chica atendía detrás del mostrador. Ana, con absoluta seriedad, deslizó la receta debajo del cristal, colocado a modo de barrera, del mostrador.

            —Lo siento, ya no se nos permite aceptar recetas de los clientes. Pero, dígame usted qué es lo que busca y se lo traigo sin que me vean.

Ana frunció el ceño y habló en voz baja.

            —Permetrina, piretrinas y/o malatión. 

            —¿Puede hablar más alto? Casi no le escucho.

            Ana giró su cabeza para atrás, para cerciorarse de quién se encontraba a su alrededor, luego, miró de nuevo a la vendedora y repitió:

            —Per-me-trina. Pi-re-tri-nas, y / o mala-tión. Por favor.

 

—Señora, entre el cristal y su cubrebocas no logro escucharle.

            —¡Permetrina-piretrinas-malation! ¡Para las ladillas, carajo! ¿Acaso está sorda? Dijo, mientras puso el papel contra el cristal, y lanzó un puñetazo con fuerza.

            La enfermera se fue al almacén sin decir una palabra. Ana escuchó un cuchicheo que provenía de la fila. ¿Acaso se reían de ella?  No lo supo. Pero se sonrojó y deseó que el cubrebocas fuera, más bien, un pasamontaña. En su interior, estaba segura de que la vendedora la había escuchado bien desde la primera vez, y que la hacía repetirle en voz, cada vez más alta, el nombre de las medicinas porque disfrutaba burlarse de su situación. A veces, el cinismo de las vendedoras le parecía atroz.


            Siguió paso a paso las indicaciones médicas, a pesar de su descontento: se depiló la zona púbica y, con pinzas, retiró uno a uno los nidos de los parásitos. Luego, se untó cada doce horas el montón de medicamentos en crema, sin importar el dolor y ardor que le causaban. Siete días y problema resuelto, pensó. Marcó los días en el calendario, y recordó las palabras del doctor: “Y durante todo ese tiempo es necesario dormir en una cama aislada y no compartir ropa. Tampoco puede tener relaciones sexuales con su esposo hasta terminar el tratamiento”.

            Lo que no le dijo al doctor es que llevaba meses durmiendo en un cuarto distinto al de su marido. Le resultaba nauseabundo tener que soportar el olor a mierda que expedía al regresar del rastro. Así que prefería dormir sola e imaginar que seguía soltera.

            A sus 29 años, estaba harta de lidiar con su marido de 60, y tener que tratarlo con la gentileza que requiere un recién nacido. Por si fuera poco, su genio era insoportable. Requería una dieta especial; baja en grasa y con pocos condimentos. Tenía la misma resistencia de un obeso a punto de sufrir un paro cardiaco. Además, disfrutaba beber dos botellas de alcohol diariamente, aunque eso implicara tener que cambiarle el pañal varias veces durante la noche. Ser la cuidadora de un viejo decrépito le parecía horripilante. Sentía que aquel hombre le chupaba la juventud cada día y, fuera de las veces que se organizaba para salir a desayunar con sus amigas, no tenía nada más qué hacer.

            A veces, se imaginaba siendo enterrada viva por su esposo transformado en un bebé, con una cara llena de arrugas. La echaba en un hoyo que iba cubriendo poco a poco con cadáveres de animales y mierda de cerdo. Tal vez estas fantasías se deben a algún cargo de conciencia por todos aquellos animales que sacrifica mi esposo en el rastro, pensó. Era consciente de que todas sus posesiones, lujos, viajes y amistades, se debían al buen dinero que el matadero, del cual su marido era dueño, proveía.

            Pero había algo más. Guardaba un secreto que ni su marido, ni sus amigas podían, en ninguna circunstancia, saber. Ciertas noches, cuando Ana se acostaba y olvidaba cerrar la ventana de su habitación, tenía sueños donde un extraño ser la visitaba. Lo veía colarse en a través de su ventana, en silencio y se escurría por las zonas más oscuras de su habitación. Entraba y la miraba desde la esquina, por unos segundos. Luego, se acercaba a su cama. Un potente hedor a sudor llenaba su cama. El ente tomaba su delicado cuerpo, se deslizaba entre sus muslos y la complacía durante horas. El extraño poseía unos músculos con la resistencia de una aleación de metales, su vigor era el de un atleta, y su estamina parecía nunca acabar. Ana despertaba al día siguiente agotada física y mentalmente. Aun así, los sueños le daban la fuerza para soportar a su marido durante el día siguiente. Ella pensaba en estas aventuras oníricas como resultado parte de un mecanismo cerebral para aliviar sus frustraciones. Lo único que le resultaba extraño, era que no lograba ver más allá de una sombra moviéndose entre penumbras. Sólo alcazaba a notar que tenía la forma de un macho al estilo Pepe cortisona.


            La noche, después de haber acudido al médico, sintió la necesidad, de dejar la ventana abierta. El ardor provocado por los medicamentos y el calor del verano, eran una excusa suficiente para buscar tener aquellos sueños una vez más. Se miró al espejo desnuda, y al ver su cuerpo joven y sin vellos, no pudo evitar calentarse.

            Se echó en la cama y comenzó a tocarse, ignorando las molestias de la infestación. Cuando terminó, cayó dormida de inmediato. Apareció el ente viril. Después de realizar el ritual de observarla, se fue acercando poco a poco. Ana sintió excitación tan solo de olerlo. Había algo en su pestilencia que le resultaba afrodisiaco. Ella lo recibió con gozo. Se vino varias veces y sin pausas entre cada orgasmo.

 

            Comenzó a sentirse agotada y sabía que el extraño desaparecería de inmediato entre las penumbras, hasta el siguiente encuentro. Pero ella deseaba ver su rostro y el color de su piel. Así que, aprovechó la falta de luz, estiró el brazo para presionar el apagador colocado detrás del colchón. Las luces se encedieron. Él no alcanzó a ocultarse. Estaba indefenso bajo la luz amarilla de la recámara. Pepe cortisona era un cerdo antropomorfizado. Su carne era de color rosa, había vello por todo su cuerpo, la trompa alargada y orejas respingadas y que, hasta entonces, había mantenido ocultas detrás de su cabeza. Todo se desveló. Aunque su cuerpo era de un hombre con músculos de hierrono dejaba de ser un cerdo. Ana, lo miró estupefacta a los ojos. Él soltó un chillido que hizo retumbar el suelo. Y ella cayó inconsciente. La oscuridad regresó a la habitación.


            El día siguiente era cálido, y, sin embargo, en el cuarto de Ana hacía un frío que calaba en los huesos. Su marido se hallaba en el rastro, borracho, ayudando a preñar a las marranas pues era temporada de cría. Las sirvientas habían pasado toda la noche limpiando la casa, y no parecían haber escuchado el escándalo de la noche anterior. Cuando Ana despertó, era cerca de la una de la tarde. El cuerpo le dolía como si hubiese corrido un maratón completo. Se desperezó.  Sintió las sábanas mojadas, casi empapadas como si les hubieras arrojado cubetadas de agua mientras dormía. Levantó la cobija, y se percató de que una vez más, a pesar de haber retirado todas las ladillas, había un par más arrastrándose por su pubis. Los vio como un montón de lunares que van cambiando de posición poco a poco. Retuvo una bocanada de aire, y notó que al exhalar, su barriga no disminuía de tamaño; más bien, parecía haber crecido. La tocó y estaba dura como una manzana. Su corazón se disparó cuando sintió algo moverse dentro de ella. Luego, una sonrisa se dibujó en su rostro al recordar que era época de crías.


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