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Pablo Majareta


Yo antes era un hombre libre. Libre de ver y hacer como quería y entendía. Veía la vida de forma humana. Todo cambió una noche de vigilia, cuando una entidad me visitó. Apareció frente a mi retrete, en una de esas idas al baño entre juego y juego. Medía casi dos metros. Tenía el aspecto de un cerdo, el olor de un cerdo, soltaba bramidos de cerdo, y andaba en dos enormes y escatológicas pezuñas de cerdo.

"Estás condenado", me dijo mientras fumaba un puro para matar su insoportable olor. "Te quitaré el velo con el que has estado viviendo toda tu vida. A partir de hoy, vas a experimentar la más pura de las realidades. Siéntete afortunado".

Yo lo vi desde abajo, intentando no chocar con su enorme barrigota, y me eché a reír, observando cómo se desvanecía silenciosamente entre las sombras de mi casa. Lo único que dejó fue una hilera de caca y cenizas, como rastro medieval. Cuando desperté al día siguiente, tenía en mi espalda baja una asquerosa cola. Desde entonces, no ha parado de crecer.

No sé si regrese o no. De eso ya van varios años. Ni siquiera me dijo su nombre. Lo único que sé es que, desde ese día, cuando miro a la gente, no veo otra cosa sino cerdos, cerdos y más cerdos, y que cada vez me cuesta más mantenerme erguido en mis dos piernas. Sigo expectante, arando el camino de su regreso, y por lo mientras, investigo entre el lápiz y el papel qué  chingados fue lo que me hizo.

Nací en Guanajuato. Escucho música. Me enojo con facilidad. Lloro por las noches y no sé por qué. Tengo una cola que no para de crecerme y la extraña necesidad de escribir sobre los cerdos, que en mis ojos son la gente.


Mis posts

1: Ana tiene ladillas

2: Santa inflable


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