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December 25, 2022

Santa inflable

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Pablo Majareta

Desde mi cama, observo a través de los ventanales las figuras que se posan sobre el techo de mi vecino. Un Santa inflable y su fiel reno narizón. En este momento, se encuentran derrotados, aplastados, en la misma pose que tengo yo. No sé cuántas horas llevo aquí. Pero antes de irme a acostar, aún estaban vivos, revoloteando, con el aire, que es su sangre, suflándoles vida por dentro de ese cuerpo sintético. Al igual que a ellos, me queda poco tiempo para tener que volver a levantarme. Cuando estos muñecos vuelvan a enchufarse, también tendré que hacerlo yo. Cuando las enfermas golondrinas canten, yo tendré que hacer las maletas y partir a casa. A una de tantas.

Ser producto de una familia separada o divorciada significa estar siempre dividido. Es ir saltando entre las jergas, costumbres y creencias de una familia a la otra. En una se cree, por ejemplo, que el fin de los tiempos se aproxima y que hay que resguardarse en casa, manteniendo máxima precaución y oración constante. En la otra, por el contrario, afirman que la vida es corta, y hay que aprovecharla. No hay tiempo para la soltura del alma; para eso estará la tumba — no se percatan de que tras morir no hay descanso, sino inexistencia (que claramente no es lo mismo).

El desvestirse de unas leyes físicas para pasar a otras. Ahora somos creyentes, y ahora también, pero en la ciencia. Ahora somos modestos habitantes de un pequeño pueblo, y ahora somos la maquinaria que se traga al mundo natural y la convierte en una megápolis. Gracias a esto, la dinámica familiar es pesada, desgastante. Son como dos polos magnéticos intentando atraerme, cada uno, hacia su lado. Y el más afectado por esta interacción nunca es el imán, sino el metal, que se rehúsa a polarizarse.

Por eso, el que viaja entre distintas familias se acostumbra, de una manera casi esquizofrénica, a mimetizar su comportamiento, sin pertenecer de forma genuina a ninguna. En mi caso, como el Santa inflable de mi vecino, de lejos, también aparento estar vivo. Moverme por los tejados de ambas casas. Alumbrando la noche de los que ahí habitan, viviendo de una sangre invisible, pero lo suficientemente densa para engañar a un despistado. Sin embargo, sólo hace falta acercarse para notar que estoy repleto de costuras que surcen la tela de mi engaño. Soy un hombre que no cree ni afirma nada para poder vivir en paz. Endeble, líquido.

Por eso, es mentira eso de que «casa solo hay una». Mi casa está en todos lados. Me voy de casa para llegar a casa. Beso a unos, les contesto lo que me preguntan, lo que quieren escuchar, algo genérico o de pronto preocupante para aderezar de vez en cuando; picante como los platillos que me dan antes de ir a dormir.

Dormir aquí o dormir allá, es más o menos. lo mismo. Como el muñeco de Santa: despertarme otra vez al canto de las golondrinas, enchufarme a la corriente y a mover mi carcasa de un lado a otro, que otra familia me espera, impaciente.

Como buen cirquero, muevo con agilidad todo mi espectáculo en un par de pequeñas y densas maletas. La gente de las centrales siempre se asombra con el aspecto caricaturesco que tienen.

Después de tantos viajes, aprendí a no sacar nada de la maleta. Soy un hombre móvil, portátil y, por lo tanto, así son mis métodos, mis sentimientos y mis relaciones. No me asiento del todo; al igual que un foráneo, estoy listo para salir corriendo si es que ocurre un cataclismo. No echo raíces, ni lo intento. Sencillamente, soy estéril.

Mi modo de vida me impide impresionarme de las cosas desde hace años; ya sea un cuete o un fantasma. Cuando algo llama mi atención por unos segundos, una voz interna me recuerda que mi camino es adelante. Siempre en otro lado, nunca en éste, nunca ahora.

Permanezco acostado en mi cama, y la noche pálida me recuerda a los aztecas, que habrán tenido el mismo cielo que yo. Tal vez, incluso, uno más vivo. Me entristezco al identificarme con ellos; un bárbaro que migra sin parar en busca de un hogar y solo encuentra desgracias, tierras secas llenas de piedras y serpientes. Tal vez el huitzil se equivocó al guiarnos. Será mejor escuchar a las enfermas golondrinas. Ahora ellas serán mi guía. Al menos su canto lúgubre no endulza mi oído.

El cielo es aún negro. Y tras unos segundos, una figura comienza a crecer en el techo del vecino otra vez. Primero, parece una erección bajo un pantalón. Luego, cobra forma completa: el triste Santa de tela que se extiende sobre su eje vertical. Sin embargo, tiene un agujero en la palma por donde un cachito de aire se está escapando. Nunca podrá estar del todo erguido. Al igual que el muñeco, conectaré mi motor interno. Comenzaré a hacer mis maletas. No falta mucho para Navidad, y mi familia necesita de su muñeco inflable.


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